jueves, 22 de julio de 2010

No todos los muertos son iguales

El enjuiciamiento del juez Baltasar Garzón por parte del Tribunal Supremo de España (que en su seno tiene miembros que simpatizan con el golpe militar de 1936), en respuesta a la denuncia realizada por el partido fascista (La Falange) en protesta por el intento de tal juez de llevar a los tribunales a los responsables de los asesinatos realizados por la dictadura, muestra claramente varios hechos que no han sido suficientemente comentados en los medios de información y persuasión que gozan de mayor difusión del país. Uno es que la Transición de la dictadura a la democracia en España fue profundamente inmodélica, pues produjo una democracia muy limitada, en la que las fuerzas que dominaron el aparato del estado dictatorial continúan teniendo una gran influencia sobre el Estado español.

El segundo hecho que tal caso ha mostrado es que el espectro político español está profundamente sesgado a la derecha, mucho más que en la mayoría de países de la UE-15. Las derechas españolas corresponden, en el espectro político europeo, a la ultraderecha. En la Unión Europea, los partidos ultraderechistas han sido los únicos que han apoyado el enjuiciamiento de Garzón, tal como han hecho en España los dirigentes del PP. La gran mayoría de la derecha europea ha denunciado y condenado tal enjuiciamiento y los grandes rotativos conservadores y liberales europeos han denunciado esta bochornosa situación, mostrando con ello que el PP –que apoyó tal enjuiciamiento– es un partido de la ultraderecha europea de raíces franquistas, lo cual también explica su resistencia a condenar aquella dictadura por su nombre. Lo máximo que ha hecho el PP ha sido condenar genéricamente todas las dictaduras totalitarias (en las Cortes Generales, el 20-11-02), sin referirse concretamente a la dictadura franquista por su nombre (ver mi artículo “El PP, ¿un partido franquista?” en www.vnavarro.org).

El tercer hecho que el caso Garzón ha evidenciado es la enorme resistencia de los vencedores y de sus descendientes (biológicos y/o ideológicos) a admitir las enormes atrocidades cometidas por la dictadura y el impacto sumamente negativo que tal dictadura supuso para el desarrollo económico, político, social y cultural español. Esta resistencia de los vencedores y sus descendientes aparece en su persistente referencia a la equidistancia en las atrocidades realizadas por lo que llaman “los dos bandos” de la Guerra Civil. Este argumento, ampliamente reproducido por los vencedores y sus descendientes (que dominan la vida política, mediática y cultural española, sean del color político que sean), pone en la misma balanza a aquellos que lucharon por la democracia y a los que se opusieron a ella. La forma extrema de esta equidistancia aparece en los escritos de Juan José López Burniol y de Gregorio Marañón, que indican que los vencedores tenían tanta razón moral y política como los vencidos, pues ellos (los vencedores) eran buenas personas y también lucharon por sus ideales. Según este relativismo moral y político, no se podría condenar ni a Franco, ni a Hitler, ni a Mussolini, pues todos ellos en su vida personal eran “buenas personas” (seguían la moral convencional de su tiempo) y creían que lo que hacían era lo mejor para España, Alemania e Italia, respectivamente.

Tal equidistancia es, en realidad, más una justificación que una explicación de lo ocurrido en España, intentando ofuscar las responsabilidades habidas en aquel periodo. Poner a los curas y monjas asesinados por los republicanos en las misma categoría que los alcaldes, sindicalistas y miembros de las asociaciones republicanas es ignorar lo que cada uno representaba. Las monjas y los curas eran parte de una institución beligerante, la Iglesia, que había llamado al ejército a que se alzara en contra de un Gobierno enormemente popular y democráticamente elegido. Es comprensible que las clases populares odiaran a la Iglesia (hecho que nunca ha estimulado a la Iglesia a hacer una reflexión sobre por qué era tan odiada) y que unos extremistas quemaran iglesias y asesinaran a curas. Estos hechos deben denunciarse, pero tales desmanes –comprensibles, pero no justificables– no fueron políticas de Estado, como sí que lo fueron los asesinatos sistemáticos de los demócratas republicanos por parte de la dictadura. No sólo el número de muertos, mucho mayor en el lado democrático que en el fascista, sino la naturaleza de los muertos (no todos los muertos son iguales), distinguen a las fuerzas democráticas de los golpistas.

Los vencedores y sus descendientes nunca conocerán el enorme sufrimiento de los vencidos y sus descendientes. No fueron sólo los asesinatos, torturas y exilio, sino también la constante humillación durante 40 años en que el repetido insulto (se les definió como pertenecientes a una raza y/o cultura inferior) no se podía contestar ni siquiera en la intimidad familiar, pues los padres no osaban hablar de ello con sus hijos con el fin de protegerlos. De ahí que hablar de reconciliación como las bases de la Transición y de la actual democracia es idealizar acríticamente un proceso claramente inmodélico. ¿Cómo quieren que la hija de un alcalde republicano asesinado, cuyo cuerpo todavía no se ha encontrado, se reconcilie con un juez del Tribunal Supremo que apoya el golpe militar o con José Juan Toharia, que escribió en El País, nada menos que el 18 de julio (74 aniversario del día del golpe fascista), que los dos bandos eran “fundamentalistas fanáticos”, insultando a todos los que defendieron la democracia?

Por cierto, no se ha hecho todavía la novela o película antifascista perfecta, pues estas tendrían que mostrar que los fascistas eran muy buenas personas (iban a la iglesia, no robaban, les gustaba la música clásica y amaban a sus familias) que, cuando creían que iban a perder sus privilegios, apoyaban a otras que asesinaban, robaban, torturaban y hacían enormes barbaridades para continuar manteniendo sus privilegios. Y ellos, “las buenas personas”, lo sabían. De ahí la enorme necesidad de poder justificar su comportamiento diciendo que los otros también lo hacían.

Vicenç Navarro es Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra