Cipriano Mera es el último de los grandes anarquistas españoles del siglo XX y uno de los pocos que conserva íntegro el espíritu del anarquismo del XIX. Pocos hombres como él se atuvieron tan estrictamente a los principios libertarios y pocos, por no decir ninguno. Tuvieron tantas ocasiones de vulnerarlos. A diferencia de Durruti, los Ascao o la propia Federica Montseny, Cipriano Mera es el propotipo de militante obrero que, por su valor personal -nacido del orgullo y de la dignidad en carne viva de los desheredados- y por una inteligencia natural que en él suplía la falta de estudios, fue capaz de convertirse en uno de los grandes jefes militares del Ejército Popular de la República, al frente de la 14 División, que con las de Líster y El Campesino fueron las grandes fuerzas de choque a lo largo de la guerra, y después, del IV Cuerpo de Ejército. Si sus hazañas no fueron cantadas por la prensa internacional, si su nombre no alcanzó la popularidad de los otros jefes militares fue por una y única razón: su militancia anarquista y su animadversión a los comunistas, dueños de la propaganda.
Sin embargo, su división, ya que no tuvo capacidad para ganar la guerra, sí tuvo en su mano terminarla. Y la terminó al fundar la Junta de Defensa con Casado y Besteiro frente a Negrín. Sus hombres decidieron los cruentos combates que libraron los comunistas contra el resto de los partidos y sindicatos del Frente Popular. Tres años antes, el 18 de julio de 1936, nadie hubiera dicho que aquel albañil madrileño que estaba en la cárcel por los disturbios producidos en la Huelga de la construcción y que odiaba cualquier rango o privilegio iba a convertirse en el hombre que terminaría militarmente con al resistencia republicana. Aunque, en rigor, Mera nunca dejó de combatir a Franco, ni durante la guerra ni en su largo exilio, tampoco aceptó el vasallaje, ni siquiera la compañía del comunismo estalinista. Y su único sueño, durante la contienda civil, fue el de volver a su profesión de albañíl, desdeñando los honores morales y materiales que la revolución le brindó.
Y es que Mera nuca quiso ser más que albañil. Desde su nacimiento en Madrid, en 1897, siguió los pasos de su padre, obrero de la construcción y militante de la Asociación de Albañiles El Trabajo, de UGT. A los 11 años, con una mínima instrucción, empezó a trabajar ayudando en las obras y, cuando no había trabajo, haciendo de cazador furtivo, tarea en la que su padre era un experto. Seguramente esa astucia del furtivo, esa forma de comprender el acecho, la caza y la huida fueron su auténtica escuela militar, porque la guerra Civil española fue en cierto modo una forma de caza al margen de toda ley. Y en esto, Mera, llevaba mucho aprendido.
Su propio aspecto, seco, enjuto, con la cara tajada a conciencia por el viento y los ojos escondidos entre una frente noble y unas arrugas insomnes, es el de un cazador. Y su boca, dibujada o cortada sobre los dientes fuertes y una mandíbula como un puño, también revela algo del hembra pasada, presente o futura de quien caza por necesidad. Es un rostro de campesino español de cualquier siglo llegado a Madrid cuando Pío Baroja escribía La Busca.
Pero en ese rostro no hay ingenuidad sino determinación, no hay temor sino violencia contenida, no hay sometimiento ancestral sino voluntad de destrucción, de revolución. Su bautismo anarquista se produce al entrar en contacto con grupos violentos como el que perpetró el asesinato del presidente del gobierno Eduardo Dato. No fue, pues, Mera, uno de aquellos anarquistas naturistas y vegetarianos que leían La Revista Blanca y creían en el futuro del esperanto. Era, fue, desde que dejó la UGT para abrzzar el anarcosindicalismo, un hombre de acción que no rehuía ni la clandestinidad ni la violencia. Participó en diversas conjuras contra Primo de rivera, todas fallidas, pero al caer la dictadura, su prestigio, que había pasado intacto de la UGT a la CNT, lo convirtió en presidente del Ramo de la construcción de Madrid.
Detrás del andamio, seco, con Durruti y otros, formó parte de las milicias o grupos de choque que, con el nombre de Grupos de Defensa Confederal, hacían a la luz del día lo que la FAI remataba por la noche. Desde 1933 es miembro del Comité Revolucionario que tantos quebraderos de cabeza produjo a la República. Y esa política violenta, revolucionaria, que le lleva a la cárcel, empieza a devorar al albañil que nunca quiso dejar de ser.
En 1936, era uno de los dirigentes del Comité de Huelga de la construcción, y como tal fue encarcelado por las luchas entre piquetes y entre los propios sindicatos obreros. Fue encarcelado y de la cárcel le sacó el fracaso de la rebelión en Madrid. No obstante, la Huelga de la Construcción es un caso asombroso, por no decir patológico, de las reivindicaciones sindicales porque, proclamada bastante antes del 18 de julio, terminó bastante después, como si no pasara nada. Es una ilustración de lo que entendían por apoliticismo muchos dirigentes libertarios de entonces.
Apenas fuera de la cárcel, Cipriano Mera se enrola voluntario como miliciano raso, pero al poco tiempo, por los avatares de la lucha, comienza a ascender vertiginosamente en la organización de las milicias populares. Siempre mandando unidades anarquistas, en la primavera del 37 tiene ya a su mando una división, la 14. Semejante carrera, sin ser militar como Galán, sin tener estudios como Tag|eña, sin haber pasado por ninguna academia militar soviética, como Líster o Modesto, es sólo comparable a la de Valentín González. Porque aunque el cargo máximo en aquellas tropas equivalía a general de División. ¡En menos de un año y por méritos de guerra!
En realidad, el mérito esencial de Mera, el primero de ellos, fue el de comprender que las milicias obreras sólo serían operativas si adquirían la estructura, la formación y, sobre todo, la disciplina, del ejército regular. En eso, pasados los primeros escarceos, en que las milicias anarquistas se desbandaban con facilidad, hasta Durruti empezaba a estar de acuerdo. Pero la muerte de Durruti -que los anarquistas, incluido Mera, siguen sin explicar- le dejó como única figura militar de la CNT. Esto fue muy apreciado por Miaja que, aunque temía sus «albañiladas», como dio en llamar a su sentido del orgullo y del mando, especialmente en defensa del débil, le apreció siempre y lo promocionó a los máximos rangos operativos cuando se constituyo el ejército Popular. La amplia base cenetista, en la que se refugió también el POUM, fue la cantera miliciana de la que Mera, con su jefe de Estado Mayor Verardini, extrajo una de las mejores divisiones: la 14.
En unas memorias publicadas por Ruedo Ibérico en 1976 y amputadas de casi cualquier referencia personal -sólo al final aparece su compañera de toda la vida, Teresa, sus dos hijos y sus padres, un núcleo que se mantuvo siempre unido, especialmente en la adversidad- Mera da detalles muy sustanciosos acerca de las trampas que los jefes militares le hacían a la superioridad -por ejemplo, Líster nunca tomó Brunete, El Campesino no tomó Brihuega en la batalla de Guadalajara- y de las acechanzas que padeció a manos de los comunistas por ser el único jefe miliciano con prestigio que no pertenecía al Partido. Llegaron incluso a intentar asesinarle en un atentado del que Modesto, jefe del V Cuerpo de Ejército y superior suyo, no quiso dar cuenta a Miaja y Prieto. La cosa estuvo a punto de acabar a tiro limpio entre los dos, pero Mera se salió con la suya. Quizás por eso no volvieron a intentarlo. Pero las maniobras contra él, especialmente después de mayo del 37, se recrudecieron. Tras detener a su jefe de Estado Mayor, siempre por intrigas comunistas, estuvieron apunto de fusilar a Mika Etchébehere, una argentina afín al POUM que vino voluntaria a la guerra de España y donde por méritos de guerra alcanzó el grado de capitán -Mika sí nos ha dejado unas excelentes aunque poco conocidas memorias de guerra.
A los dos los salvó del paredón Mera poniendo la pistola encima de la mesa. Convencido de que Negrín era un simple agente soviético y que con el PCE era imposible continuar la guerra, dio el paso decisivo de la Junta de Defensa. Pero antes propuso a Casado varias iniciativas: secuestrar a Negrín para obligarlo a negociar con Franco o presentarse con él en Burgos aunque los fusilasen a todos, coger miles de rehenes y cercar de dinamita las minas de Almadén para negociar directamente con los nacionales o romper todos los frentes e iniciar una guerra de guerrillas tras todas las líneas enemigas. Ninguna de estas iniciativas prosperó y así acabó todo. Pudo escapar por Valencia a Orán y comenzó un largo peregrinar por prisiones francesas del Norte de Africa, sin aceptar la ayuda de Negrín ni de Prieto. Se evadió varias veces y estuvo en Casablanca, como Viktor Laszlo, esperando un pasaje para América que nunca llegaba. Lo que llegó fue su deportación a España, su juicio y condena a muerte y los largos meses en Porlier viendo las sacas y esperando su turno . Se negó a pedir el indulto pero, aun así, salió de la cárcel y tras unos escarceos conspirativos con los generales monárquicos, que le parecieron repelentes, pasó a Francia para reorganizar la CNT, Allí se ganó siempre la vida trabajando y murió en Saint Cloud en 1975, 26 días antes de Franco. A su muerte, sólo tenía la pensión de albañil.
jueves, 5 de agosto de 2010
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